martes, 29 de diciembre de 2009

Devenir Juanita

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Judith decapitando a Holofernes, de Artemisia Gentileschi

Nací biohombre, adoro al género femenino y aprendo a sobrevivir mirándome al espejo y ver a una feminista con el puño levantado.
Cualquier persona que se precie debe fijarse en las mujeres para aprender a luchar contra un sistema que discrimina, porque en eso de luchar contra la discriminación saben mucho y nos llevan mucha ventaja.
Ante la idea de llamar al autor de mis obras Juan Rodríguez, mi nombre oficial, qué horror, se me erizó el vello de pensar que podría pasar a la historia con ese nombre tan común e insustancial. Tenía que escoger otro más original y con más sustancia, y porqué no, femenino.
Apropiándonos de algo que se supone que en nuestra sociedad tiene menos valor (como los maricas y las bolleras nos hemos apropiado de un supuesto insulto), devolvemos la dignidad a una condición, que no tiene porqué tener una connotación negativa, aunque la sociedad se empeñe.
Al adoptar un nombre femenino hay un homenaje a aquellas mujeres que tuvieron que firmar como hombres para que se las tomara en serio: Caterina Albert, que firmaba con el pseudónimo Víctor Català; Cecilia Bohl de Faber, que firmaba con el de Fernán Caballero; Mary Anne Evans como George Eliot son algunos ejemplos de una larga lista de escritoras, artistas, que a lo largo de la historia han permanecido en la sombra como mujeres y afortunadamente algunas, gracias al esfuerzo de historiadoras concienciadas, están saliendo de la tumba en la que estaban postradas por el hecho de ser mujeres, mujeres que no se comportaban como la sociedad esperaba de ellas.
Aquella que no se abnegaba al destino que como mujer se le tenía encomendado lo iba a tener difícil en la vida, aunque al menos pudieron desarrollar su modus vivendi sin traicionar sus ideas, sirviéndonos a todas de ejemplo. Artistas como Sofonisba Anguissola o Artemisia Gentileschi, cuyos lienzos han sobrevivido en El Prado gracias a que hasta hace bien poquito se pensaba que eran obra de un hombre, (cómo iba una mujer a pintar magistralmente), vivieron con el yugo siempre al acecho para que la libertad que poseían no fuera excesiva; artistas como Sofonisba, monjas como Hildegard von Bingen, brujas como Graciana Barrenechea de Zugarramurdi, putas como Jeanne du Burry. Las mujeres que no necesitaban de los hombres para su supervivencia estaban siempre bajo sospecha. Eran monjas, brujas y/o putas. En esta última categoría se incluían a las mujeres que cobraban por su trabajo, ya fueran prostitutas, obreras o artistas. Sofonisba tuvo que vivir al amparo de la reina Isabel de Valois sin cobrar una moneda para no tener la misma consideración que una prostituta. Por esa razón muchas de ellas firmaban sus obras con el nombre del hermano, del marido o cualquier nombre masculino que ocultara su verdadera identidad y les hiciera llevar una vida más cómoda a pesar de renegar de su condición. Con tales artes incluso hubo mujeres que llegaron a ser papa, como la antipapa o Papisa Juana. La reina Cristina de Suecia hizo creíble su comportamiento varonil, aunque eso no le debió de costar mucho. La imagen de un hombre infundía mayor respeto.
Me gusta darle la vuelta a la tortilla, hacer que vuelva el péndulo de Foucault, y volverlo a dejar todo en su sitio, contribuir a devolver la dignidad al género femenino.
La verdad es que llevaba tiempo firmando mis obras de arte con un nombre femenino: Juanita Márkez. Fue en la isla de Formentera, durante una exposición colectiva de pintoras, la primera vez que firmé mis cuadros con el nombre de Juanita Márkez. Anteriormente había firmado obras con pseudónimo masculino, Juan Sierra, como mi abuelo materno.
De pequeño me llamaban Juanito. Cambiarle la o por la a fue una operación sencilla. Busqué el apellido de mi abuela, Márquez, la más bruja de la familia por su peculiar sabiduría. Le puse una k, que siempre queda más cool y radical, y lo mezclé todo.
Devine Juanita Márkez como resultado de un proceso natural en mi existencia. A veces, de pequeño me llamaban Juanita. Con el tiempo casi olvido ese lado femenino con el que tan bien me lo pasaba. Y aunque de niño tuve muchas novias, mis mejores amigas sabían como hacerme sentir mejor, tratándome, a veces, como a una de ellas y aunque tuviese un pito entre las piernas.
Pero los palos que te da la vida te hacen abandonar ese lado femenino, y ¿aguantar con lo que te ha tocado? Pues va a ser que no. La vida es un carrusel, y ahora yo estoy sentada en él sonriéndole a la vida, con un zapato de tacón de aguja y un sombrero cordobés, y maldiciendo la sociedad heteropatriarcal que nos ha tocado vivir.
Al pasar por la adolescencia, como es natural, te rebelas y te reafirmas... todo lo que puedes, porque que levante la mano quien haya conseguido deshacerse de todos y cada uno de los límites que nos impone el sistema heteropatriarcal. Infinitos. Queda mucho camino aún por recorrer. Por eso me remito al feminismo para seguir avanzando, para romper moldes, incluso, para desmontar género.
Según el diccionario de mi admirada María Moliner, mucho más moderno que el conservador Diccionario de los hombres de la Real Academia, la palabra género no hace referencia a la específica distinción entre el binomio hombre y mujer, lo cual ya dice mucho de cómo esta mujer se adelantó a su tiempo. Tenemos que ir a la entrada género ambiguo, común, epiceno y gramatical para introducir la referencia de lo masculino y lo femenino, y va más allá al incluir el género neutro y en su catálogo de palabras relacionadas con sexo y género al incluir los términos unisex, afeminado, cominero, gay, marimacho, bisexual, hermafrodita, heterosexual, homosexual, transexual, seudohermafrodita, y más y más, con lo cual se nos abre el abanico y la posibilidad de incluir en género muchas más condiciones que la de macho y hembra.
Tenemos que remitirnos a Margaret Mead para ver en ello una construcción cultural. Aunque la erudita Moliner ya lo dejaba entrever en su diccionario al definir género en su segunda acepción como una manera de ser, fue la antropóloga Margaret Mead la primera científica que cuestionó el carácter natural de la diferencia entre hombres y mujeres. Simone de Beauvoir apuntilló con la frase “una no nace mujer, sino que se hace mujer.” El construccionismo social se encargó de darle un paradigma a esos estudios de género, y Judith Butler se atrevió a afirmar que el sexo y la sexualidad, lejos de ser algo natural, son, como el género, algo construido. Quien quiera tener más información sobre este tema le remito al “testo” de Beatriz Preciado, que se lo pasará muy bien.
No devine feminista. Nací feminista. Desde el primer momento en que salí del vientre de mi madre y los médicos del Hospital Generalísimo, qué horror, Franco obligaron a clasificar mi sexo dentro del inquebrantable binomio hombre – mujer, me rebelé. Lloraba si me vestían de azul, robaba la Nancy a mi hermana, bailaba Soleàs que mi abuela aplaudía, rompía el cerco que nos separaba a los niños de las niñas para jugar con ellas a la goma y a la comba, me negaba a decir que deseaba ser futbolista, sin dejar de lado otras conductas que se suponían masculinas, y ya en la adolescencia lo que hasta ese momento era considerado una chiquillada se convirtió en activismo político, hasta el punto de hablar en femenino cuando hacía referencia de mí misma. Porque estaba harta de que tuviéramos que hablar en masculino en las reuniones y asambleas a pesar de que muchas veces las mujeres representaban la mayoría.
El movimiento okupa fue un laboratorio experimental en el que practicar un lenguaje no sexista. Con él se acabó el hijoputa, qué culpa tenían las putas, el coñazo, el cojonudo, y añadimos el todas en general para evitar decir el todos y todas, mucho más farragoso. En el Casal Popular Can Fairell de Cornellà unas cuantas fundamos el colectivo Gailes con el fin de luchar por los derechos de gays, lesbianas y transexuales y, sobretodo, para integrar con toda normalidad a este colectivo dentro de una ciudad dormitorio de obreras que se había caracterizado por luchar por los derechos del proletariado, habiendo olvidado que el enemigo, el sistema capitalista, era heteropatriarcal. En esta lucha no estábamos solas. Muchas heteros que entendían ese punto de vista se asociaron a Gailes, de la misma manera que nosotras nos asociamos a los sin papeles para reclamar los derechos de las inmigrantes, o como en mi caso personal, que siendo biohombre luchaba por la igualdad de las mujeres.
Gracias a Itziar Ziga, que además de escritora y periodista debería ser terapeuta punk por los métodos que usa para liberarte de las inseguridades que crea el régimen machista, conocí los postulados de Beatriz Preciado. La base teórica que me faltaba para darle coherencia a mi praxis me la dio ella. Con su Manifiesto Contrasexual y su Testo Yonqui, comprendí porqué algunos son considerados biohombres y otras biomujeres. Comprendí porqué era necesario romper barreras y sentirte de otro género diferente al que se te había adjudicado.
Si antes me hacía pasar por Juanita adoptando el pseudónimo de Juanita Márkez, ahora soy Juanita Márkez. Mañana puede que sea otra cosa.
Me performo, me coloco en la piel de otra, y soy capaz de pintar y escribir como no lo haría Juan.
Cuando el género deviene un concepto cambiante, cuando sus estructuras no son tan fijas como nos contaron, y los límites, antes rígidos, de sus categorías se vuelven vaporosos y evanescentes, las valientes nos atrevemos a acabar con esos límites y jugar con una y otra y otra más categoría, las que se te ocurran, echando abajo el binomio hombre-mujer, derribando muros con una patada en la mismísima entrepierna del heteropatriarcado. No nos da miedo traspasar la línea. Venimos de algo no definido, ayer fuimos hombres, hoy devenimos mujeres, mañana interpretaremos el papel de “exdones” y pasado mañana el de un ser andrógino. Porque sí, porque nos da la gana, porque nos negamos a ser esclavas bajo control que se mantienen firmes en una posición impuesta. Porque somos insumisas y nos rebelamos contra los guardines del sistema que intentan meternos mano en el coño y en el cerebro. Porque somos libres y gustamos del libre albedrío. Porque en la lucha contra el sistema no hay arma más eficaz que controlar nuestros propios cuerpos y nuestras propias mentes.

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